Perdóname tú, que yo no puedo.
Tras unos meses de ausencia, ya estoy de vuelta. Echaba de menos eso de escribir y despertar emociones, de ofrecer un pellizco de realidad para reflexionar sobre lo que de verdad importa. Y el tema elegido para este post es muy trascendental en la vida, pedir perdón y perdonar. Actuaciones sanadoras sin duda, pero muy espinosas también.
Y es que al ser humano le resulta difícil eso de pedir perdón y perdonar, y más aún el perdonarse a sí mism@. Cuando consideramos que hemos hecho algo mal o a alguien, solemos buscar el perdón del otr@ para intentar liberarnos de una carga que nos pesa y nos machaca el alma; la culpa. Y de ahí, el Perdóname tú, que yo no puedo.
La razón por la que es tan complicado pedir perdón, perdonarte y perdonar, es simple, son actos que no podemos desarrollar de forma inmediata porque necesitamos tiempo para procesarlos adecuadamente. Son acciones que conllevan muchos beneficios para nuestra salud, con efectos terapéuticos muy positivos que nos permiten avanzar, pero conviene matizar, que no siempre estamos preparados para realizarlos.
Está claro que son valores humanos, gestos de generosidad, que requieren un alto grado de consciencia sobre el propio comportamiento, y un ejercicio de introspección y autocrítica sobre el daño que hemos hecho o que sentimos que nos han hecho. Pero, ¿todo es perdonable? ¿Por qué nos da miedo pedir perdón? ¿Por qué me sigo sintiendo culpable si me han perdonado? Y os suena eso de, “perdonar si, pero olvidar nunca”. Entonces, ¿eso es perdonar de verdad?
Muchas preguntas, para las que no hay respuestas universales. No nos olvidemos que pedir perdón, perdonar y perdonarse a un@ mism@, son también decisiones personales, que se basan en el sistema de valores y en la subjetividad de cada persona. Por eso es importante remarcar que, pedir perdón, perdonarse, y perdonar no liga con la exigencia.
La cuestión de si todo es perdonable, depende de tu criterio y de tu capacidad para perdonar. Porque, no es lo mismo perdonar una pequeña disputa con un@ amig@, un insulto, una mentira, una infidelidad de tu pareja, roces con l@s compañer@s del trabajo, algún desacuerdo o distanciamiento familiar, el abandono de responsabilidades en el cuidado de padres enfermos…, la lista puede ser muy larga. Hay cosas que se perdonan más fácilmente, y otras, son hechos tan abominables y deplorables para los que hay que reclamar y reivindicar JUSTICIA, como: actos violentos, acoso sexual, violación, humillaciones, maltrato…, y dime ¿puede alguien perdonar al asesin@ de su hij@? Serio dilema ¿verdad? Ser capaz de perdonar este tipo de atrocidades, denota una superioridad de desarrollo personal. Digno de admirar, una lección de humanidad, y muy difícil realizar.
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Sin embargo, la mayoría de los conflictos a los que hacemos frente en la vida cotidiana, distan mucho de un perfil delictivo o criminal. Nuestros enfrentamientos tienen que ver más con las interpretaciones que hacemos del comportamiento del otr@, bajo la supervisión de nuestro particular sistema de creencias, de lo que para nosotr@s está bien o mal. Tendemos a calificar la forma de proceder de las personas, en modo de aprobación, admiración, crítica, decepción, desprecio o traición. Y precisamente, gestionar eficazmente nuestras desavenencias con los demás, es un reto que aporta felicidad.
Nos cuesta ver los problemas que tenemos con nuestros semejantes, desde otra perspectiva que no sea la propia (llámalo que a veces tenemos falta de empatía). Solemos quejarnos, criticar, excusar, o lamentar lo que nos han hecho, o lo que hemos hecho. Cuando la realidad es que nos hieren, también herimos, y TOD@S COMETEMOS ERRORES. Y cuando nos equivocamos, podemos aprender de ello, o encadenarnos al lamento. Aprender te da la oportunidad de crecer y madurar. Lamentarte impide que progreses, haciendo que te estanques en tu error.
Pedir perdón, perdonarse y perdonar, nos libera, pero precisamos TIEMPO para poder hacerlo, para procesar tanto el daño que nos han hecho, como el que nosotros hayamos hecho. Por lo tanto, pedir perdón, perdonarse, y perdonar no liga con rapidez.
Ser capaz de pedir perdón demuestra valentía, porque suele dar miedo. Nos da miedo que no nos perdonen, que nos rechacen, y que te llenes de frustración y de un sentimiento de culpa demoledor. Así que, si vas a pedir perdón, hazlo de forma consciente, con honor y sinceridad, y no utilices el “perdóname” como un mero comodín. Verbalizar un “lo siento, me he equivocado, perdóname”, debe ir acompañado de un arrepentimiento real y de un intento por remediar el daño ocasionado. Es decir, que no se quede en una expresión bonita, llena de palabras que se lleva el viento, para cometer de nuevo el mismo error sin reparar la herida. Porque decir “lo siento” es fácil, pero demostrar que “lo sientes” es complejo y delicado.
Además, antes de pedir perdón, perdónate tú primero. ¿Eso cómo se hace? Pues te toca hacer una autocrítica constructiva. Tendrás que, reconocer tu error y asumir tu responsabilidad, valorando tu intención. ¿Querías acaso hacer daño? Seguro que NO, ¿verdad? Te vendrá bien escribir una carta para aclarar tus sentimientos y poner orden en tu mente. Sentirte culpable no conmuta ni arregla lo que hiciste. Por eso, aprende de ello, y pide perdón. La mejor forma, es elegir un momento y lugar adecuado, hacerlo cara a cara y mirando a los ojos. Eso de pedir perdón por teléfono o con un Whatsapp, no funciona, es impersonal. Admite que te has equivocado, valora cómo ha afectado a la otra persona tu error, corrige o mitiga el daño (en la medida que puedas), y sobre todo, adquiere el compromiso de no volver a repetirlo.
Y si en todo caso tenías una clara intención de hacer daño a alguien, y luego te has arrepentido, perdonarte antes es aún más necesario y complicado, porque tu culpa estará justificada y precisaras evaluar las emociones implicadas en tu intencionalidad (venganza, rencor, frustración, resentimiento, odio, etc.), y canalizarlas debidamente. Este tipo de sentimientos tendemos a rechazarlos y bloquearlos porque nos provocan mucho malestar, pero absolutamente todas las emociones que sentimos tienen su función, incluso las más desagradables. Aprender a encauzar dichas emociones, darnos permiso para sentir (lo que sea), descargar el dolor y sacarlo fuera de ti, es primordial tanto para que te auto-perdones como para que puedas perdonar a los demás.
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La sombra del perdón puede perseguirnos hasta límites de angustia y de puro tormento mental. Torturarse psicológicamente y castigarse por las equivocaciones, consume, paraliza y hace que te encierres en ti mism@ amargándote la vida. Hay una opción más válida y saludable, soltar y dejar ir esa culpa tan inútil, improcedente e inmerecida, y ponerte en acción pidiendo perdón para enmendar o subsanar el daño. Piensa en qué puedes hacer para que esa persona se sienta mejor, y házlo.
Nuestra capacidad para perdonar tiene que ver con la valoración que hacemos sobre el acto en sí, y sobre la persona que nos ha herido. Sopesamos el dolor que nos ha generado, con lo bueno que recordamos, y en esa balanza, nos toca decidir qué hacer. Confundimos perdonar con librar a la otra persona de su responsabilidad. Perdonar no significa que cedas, ni que dejes que te hagan daño de forma gratuita. No se trata de que “se vaya de rositas, como si no hubiera hecho nada”, ni te obliga a confiar de nuevo en esa persona, ni de retomar su contacto o relación. Perdonar no liga con “todo sigue igual que antes”, porque implica un cambio, un aprender de la experiencia vivida, y liberarte del dolor para seguir tu vida. Perdonar tiene que ver con aquello que tú quieres lograr, llámalo paz interior o bienestar personal, dejando atrás el castigo y la venganza. Consiste en priorizar lo que es justo para ti, y que dirijas tu atención en la felicidad que te mereces.
Cuando no perdonas, te aferras al dolor, te anclas al pasado, te haces esclavo de lo que te lastima, te atas al resentimiento, te enlazas a un círculo de pensamientos negativos y destructivos…, y todo ello se traduce en SUFRIMIENTO. Efectivamente, perdonar es saludable. Pero hazlo cuando sientas y quieras hacerlo, no lo fuerces. Date tiempo, y mantén la distancia que más te convenga. Valora la importancia en tu vida de esa persona que te hirió, su intención, su actitud, y cuando hayas sacado fuera de ti el dolor que te causó, perdonarás. Cuando hayas renunciado a vengarte, a reclamar castigo, a querer cobrarte la deuda, además de haber perdonado, habrás olvidado, porque habrás cerrado la puerta al recuerdo del dolor.
Perdonar sin olvidar no tiene mucho sentido. Si no has olvidado, no lo has perdonado. Muchas veces nos engañamos, y nos decimos, “lo he perdonado, me resulta indiferente, pero no olvidaré lo que me hizo”. Esa frase está cargada de rencor y revela que el dolor no lo has soltado. Cuando algo de verdad te resulta indiferente, es porque es neutro para ti, no te genera emociones negativas ni positivas. Por lo tanto, esa marcada indiferencia que aparentas manifestar, señala que aún te estás defendiendo y justificando del recuerdo de lo que te hizo.
El camino de pedir perdón, perdonarse, y perdonar, te brinda la oportunidad de desprenderte del dolor, de restablecer tu vida con nuevas ilusiones y sin cargas, de centrarte en lo que funciona y es positivo, y sobre todo en APRENDER. Y para recorrer este camino el TIEMPO es nuestro gran aliado y nuestro mejor amigo.
Alexander Pope decía “Errar es humano, perdonar es divino, rectificar es de sabios”. Cuando pides perdón de corazón, reconfortas al otr@ y te dignificas a ti mism@. Si te perdonas a ti mismo demuestras que te aceptas y te quieres. Y si eres perdonado, aprende la lección y agradece.
Pedir perdón, perdonarse y perdonar, en definitiva, son actos de amor propio.
[lsvr_testimonial portrait=»1271″]“El arte más poderoso de la vida, es hacer del dolor un talismán que cura. ¡Una mariposa renace florecida en fiesta de colores!” (Frida Kahlo).[/lsvr_testimonial]